¿Se ha percatado usted que las películas producidas y exhibidas en nuestros días tienen una duración aproximada de veinte horas?
Pareciera por su expresión de duda que no tiene idea de lo que le estoy hablando. Pues bien, permítame explicarle a qué me refiero.
Si acude a su memoria, hasta hace algunos pocos años todos los filmes debían cumplir una duración de entre noventa y ciento veinte minutos para entrar en el paradigma del cine comercial. Esta regla era tan solo un ejemplo de un sinfín de convencionalismos que englobaban los valores hegemónicos de un negocio -si bien, relativamente nuevo- de sobra consolidado y con ganancias estratosféricas para todos los involucrados. Hablo de la industria cinematográfica.
A pesar de los sismos suscitados con la aparición de las videocaseteras y de los establecimientos de renta de cintas para ver en casa, donde las salas de proyección estuvieron a punto de desaparecer en aquellos años 80 y 90, las grandes corporaciones productoras supieron cómo sobrellevar la tormenta sin necesidad de cuestionar muy a fondo su modelo de negocio.
El apocalipsis parece haber llegado al tema del séptimo arte cuando sale a la luz un disruptivo sistema de streaming de nombre Netflix, el cual, por una módica cantidad mensual en pre-pago, ofrece en los hogares de todo el mundo una gran variedad de títulos de cine y televisión con posibilidades de ser disfrutados en cualquier momento y en ilimitadas ocasiones.
Lo que comenzaba como una amenaza exclusiva para el negocio de las rentas en DVD´s y Blue Ray´s fue mutando y engordando a ritmos inimaginables cuando tal modelo emergente (sigo hablando del streaming) comenzó a producir sus propios títulos y a colocar su productos en los más prestigiosos festivales de la industria del cine y tv. Ello propició que muchos de los protagonistas creativos (actores, directores, productores, escritores, etc.), al notar monopolizadas y muy castigadas las oportunidades de trabajo en las mega casas productoras de siempre, optaran por tocar las puertas de estos nuevos semilleros de la creación audiovisual. Voy hablando ya en plural porque detrás de Netflix llegó una nutrida horda de opciones.
Una de las grandes revoluciones al respecto es la de los formatos de duración de las producciones. Ahora mismo las industrias del cine y la televisión (hasta hace diez años antagónicas de sobra entre ellas) se están fusionando, y promueven gracias a la posibilidad de que el espectador dosifique el consumo a su entero antojo, tremendos largometrajes de quizá veinte horas en modalidad de tvshow, donde las posibilidades creativas de los involucrados se multiplican y las ganancias lo hacen también.
De esta forma, una miniserie (o bien, película de muy larga duración administrada en capítulos que pueden ir desde los veinte minutos hasta los sesenta, según el público al que va dirigida) puede estar siendo vista simultáneamente por cien millones de personas de todo el globo en un mismo fin de semana. Cifras antes impensables, por más salas alfombradas con pantalla grande que se tuvieran destinadas para su proyección.
Con este singular y muy coloquial ejemplo le quiero decir que el siglo que ya corre a caballo nos obliga a todos los que producimos algo a reinventar nuestro modelo de hacer las cosas. Están ahora mismo ahí afuera las condiciones para potenciar nuestro crecimiento, siempre y cuando sepamos observar e intuir hacia dónde se va a mover la industria en la que estamos inmersos.
Alberto Sánchez López / Arquitecto & Partner STVX