Si ponemos atención en entrevistas realizadas a personajes icónicos de la ‘cultura del éxito’ de por aquellos años 80’s y 90´s, encontraremos en casi todos ellos una espesa coincidencia: se jactaban de ser perfeccionistas.
Por alguna muy retorcida interpretación de los valores del trabajo y del esfuerzo, ser perfeccionista desde entonces (o quizá desde décadas antes, aunque calando hasta nuestros días) resultaba una virtud y una actitud indispensable para lograr realizar algo de demostrable trascendencia.
Dicha forma de hacer y pensar permeó a los campos deportivos y a las universidades, para luego a las preparatorias y secundarias. Hoy en día -y tristemente- la podemos olfatear en aulas de educación básica e incluso en las de preescolar.
Pero bueno, pongámonos de acuerdo en terminologías. Perfeccionista es aquella persona obsesionada con que todo -sin excepción, todo- lo que emprenda habrá de hacerse con exactitud inmaculada, cueste lo que cueste y tarde lo que tarde. Léase como ejemplo el acto de fabricar un objeto, de dibujar o pintar un retrato, de escribir un memorándum o un email, o de preparar un té de manzanilla con el ahínco y el rigor necesarios para evitar cometer cualquier tipo de falla.
El asunto más aterrador a este respecto es que socialmente, por las referencias arriba descritas, ser, declararse ser, o ser etiquetado por terceros como perfeccionista es un halago. Dicha creencia ha influido amargamente en las relaciones mercantiles y laborales de las personas y las compañías en los últimos tiempos, y, muy contrario a lo que se piensa dentro del espectro empresarial conservador, contraproducente para la genuina productividad. Esta osada aseveración es explicable, aunque pudiera ser con más, por dos simples fundamentos:
El perfeccionista es incapaz de observar contextos, ya sean de temporalidad, económico-financieros, histórico-sociales o incluso afectivos. Ello le impide hacer juicios de valor promediadamente acertados sobre prioridades específicas a la hora de tomar alguna decisión, por pequeña que ésta sea a la hora de realizar una tarea.
La imagen que más me ha impactado al respecto, como metáfora gráfica del fenómeno del “perfeccionista incomprendido”, es la de un pintor de señales de carretera semi acostado en el asfalto de un camino cualquiera, detallando apasionadamente con pincel ultra delgado una de las miles de líneas de tránsito que habrá de dibujar a lo largo de tantos y tantos kilómetros.
Toda industria, por ingenieril que sea en sus procesos, tiene conocimiento de que la mejora es continua e infinita. Así que es inhumano exigir en sus obreros, empleados y directivos una actitud perfeccionista. Ello solamente llevaría a todos al colapso individual y colectivo. En el caso de los emprendimientos creativos y de los mercados de prestación de servicios, el tema es aún más sensible porque sus procesos son imposibles de estandarizar al punto de la perfección. Hay tantas variables en el aire, que lo mejor es flexibilizarse ante cada ambiente según sea el caso.
No con todo lo anterior hemos de hacer apología del desastre. En realidad, toda iniciativa humana lleva en el gen una actitud de perfeccionamiento, mas no de perfeccionismo. La excelencia es una búsqueda constante, y es alcanzable -y por ello disfrutable- al final de la semana, siempre y cuando se tenga en perspectiva que, después de un merecido descanso, otra semana estará por comenzar como siempre, desde el lunes y desde cero.
Alberto Sánchez López / Arquitecto & Partner STVX